Disculpas por adelantado. No es que buscase comenzar estas líneas usando una palabra que suena más a palabro. Se trata más bien de aprovechar el término aporofobia, que apenas acaba de ser incorporado al diccionario de la lengua española RAE (gracias a la aportación de Adela Cortina) para llamar nuestra atención sobre algunos discursos, que nos van cercando y atosigando en los medios de comunicación y los debates públicos de nuestros tiempos convulsos.
¿Qué siginifica aporofobia y de dónde viene?
El término en sí es el resultado de fundir dos palabras griegas. “Áporos”, la primera de ellas, se viene traduciendo de forma habitual por “pobre”. Si bien, una ojeada al diccionario griego arroja un balance algo más rico en significados: se trata, aplicado a las personas, de alguien que es inaccesible, inabordable, difícil o imposible de trato, pero también una persona sin medios o recursos, alguien desamparado y en estado de necesidad. Literalmente, el término significa “sin salida”.
La otra palabra es más conocida: “Fobia”. Suele traducirse por “miedo”, pero igualmente atesora una riqueza semántica más colorida: se trata del susto, del espanto, pero también del terror, miedo y temor. Como el que se siente ante algo terrorífico, ante una atrocidad o también como el que se siente ante Dios, teñido de respeto y reverencia. Nuestro diccionario, tras el pertinente proceso de selección y poda, se ha quedado con la siguiente definición: aporofobia es la “fobia a las personas pobres o desfavorecidas”.
¿Por qué? ¿Qué necesidad había de nombrar ese sentimiento tan peculiar… y tan atroz? Por lo que parece, se trata de una especie de afección cada vez más común, en las sociedades opulentas. Al igual que la diabetes, el sobrepeso o la depresión, parece que cada vez con mayor frecuencia, tendemos a padecer aporofobia. El diagnóstico es claro: cultivamos sentimientos de odio. No un odio indiscriminado a todo lo que se mueva, sino a aquellos y a aquello que percibimos amenazante para nuestro bienestar, o puede que también para nuestra precariedad.
Es digno de atención: a medida que las condiciones de vida en la Europa post-crisis se han ido endureciendo, a medida que nuestras sociedades han roto la cohesión social y hemos ido “recortando” derechos -nuestros derechos sociales y económicos, claro, porque los civiles y políticos parecen necesarios para seguir hablando de un sistema democrático- en esa misma medida ha ido surgiendo, creciendo y focalizándose el odio.
La aporofobia y los discursos de odio
Nos ha ayudado mucho a esa tarea la recuperación de discursos que creíamos olvidados pero que estuvieron muy extendidos en la Europa de entreguerras y hasta los años 80 en España: eran los extranjeros, los judíos, los rojos, los… quienes cumplían el papel del chivo expiatorio: eran el origen de todos los males que nos aquejaban a la gente de bien y, una vez identificados, generaban la unidad interna necesaria para defender el statu quo.
Mucho se parecen algunos de esos discursos contemporáneos a aquellos: son los pobres los culpables de su situación: no se implican, no quieren salir de su situación, defraudan y engañan abusando de las ayudas sociales que entre todos costeamos; además, vienen a robarnos nuestros trabajos, crean inseguridad en nuestras calles, acosan a nuestras mujeres o abusan de ellas…
Se puede seguir así con la misma letanía un buen rato. La verdad es que, así dicho, provoca extrañeza. Entre los sentimientos que solían asociarse con las personas depauperadas, desamparadas o sin recursos, se citaban la compasión, la lástima o la pena, quizá el desagrado o el disgusto porque su presencia resultase molesta, todo lo más, el rechazo.
Pero una fobia es algo serio. Es más que miedo o un sentimiento de desagrado o de rechazo. Es un miedo intenso, exacerbado. Una aversión exagerada que no se da sin más, como la lluvia, sino que requiere ser cultivado y que provoca una disfunción importante en el comportamiento. Y es que la fobia de la que hablamos es un sentimiento relativamente nuevo, propiamente hijo del mundo globalizado, y que afecta especialmente a las sociedades económicamente más beneficiadas del planeta. De hecho, es en una de ellas donde se ha acuñado la palabra en cuestión.
Lo peor es que nada de eso es verdad, o no lo es tal como se cuenta. Lo aterrador es que apenas sirve de nada que se publiquen estadísticas que demuestren que nuestro problema no es la inmigración ilegal, que no son los más empobrecidos, los que llegan buscando una vida que aquí parecerá ser mejor que la que dejan atrás… porque aquella es invivible y corta, la razón de nuestros males.
No hay modo de hacernos ver que en este mundo global interconectado nuestro bienestar se alimenta, en buena medida, de la precariedad extrema de sus condiciones de vida: la forma de vida europea, con sus niveles de consumo, requeriría los recursos naturales de, al menos, Tierra y media, si se pretendiera que todos los habitantes del planeta pudieran disfrutar de condiciones similares. Se mire por donde se mire, no tiene ni pies ni cabeza. Ellos, los que no tienen salida y la buscan desesperadamente, no son el problema. Se limitan a pagar la cuenta, a padecer la cara B de la opulencia, y a buscar el modo de salir de esa situación.
¿Por qué esta fobia a los pobres?
Entonces, ¿por qué les odiamos? ¿Por qué sentimos una aversión exagerada hacia ellos? Da igual que sean autóctonos o no. Quizá los foráneos se llevan la peor parte porque, además de su pobreza, llevan con ellos sabores, olores, expresiones, risas y canciones que no somos capaces ni de comprender ni de respetar. ¿Qué es tan molesto en ellos? El recuerdo de la precariedad que a todos nos amenaza.
La mala suerte le puede tocar a cualquiera. Y la rotura de los lazos de solidaridad social que se viene experimentando en los últimos años nos ha dejado, si cabe, todavía más a la intemperie. Cada vez más empobrecidos aspiran a ser receptores de menos recursos sociales, y esa circunstancia se aprovecha para alimentar y hacer salir lo peor que llevamos dentro.
Ahora bien, esto es sólo un diagnóstico. No es una condena. La aporofobia, me atrevería a decir, es una elección, no una ley biológica. Por suerte, los seres humanos llevamos siglos decidiendo cómo queremos construir nuestras sociedades. Y es posible elegir otros discursos, otras actitudes, otra forma de vivir que se niega a percibir al otro humano, al extranjero, al desposeído, al diferente, como una amenaza. Claro que puede serlo, exactamente igual que cualquiera. Pero ninguno de esos atributos que he mencionado hacen de esa persona un ser amenazante merecedor de ser temido y odiado.
Por lo que parece, la aporofobia es un síntoma de una patología social de desintegración y de injusticia. De una injusticia estructural que se alimenta por la acumulación e interconexión de nuestras acciones, no necesariamente malintencionadas. Una de las grandes mentiras del modo de pensar del liberalismo, exacerbada por el discurso neoliberal, es la que nos hace creer que, haciendo las cosas bien y tomando buenas decisiones individualmente, saldremos adelante y todo irá bien, como si una sociedad fuese sólo el agregado de acciones individuales.
Sería muy sencillo si así fuese, pero, por desgracia, las cosas no funcionan de esa manera. Sencillamente, el todo es algo más y algo diferente a la suma de sus partes, y suele suceder que eso que llamamos injusticia anida, con mucha mayor frecuencia que en los individuos, en las estructuras sociales y los discursos que las legitiman y sostienen.
¿Aporofobia o aporofilia?
¿Hay antídotos? Como siempre, es complicado realizar grandes transformaciones, porque no hay tanto poder como para mover intereses tan potentes. Pero hay palancas de transformación que tienen su eficacia: en lugar de cultivar el odio al pobre, hay movimientos sociales de solidaridad que van generando caminos de convivencia e integración; hay capacidad para pensar por uno mismo y no quedarse con lo que de forma machacona se repite en medios y redes sociales (lo que hace ahora que algo sea verdadero no es que lo sea, sino que se repita machaconamente en todo momento); hay alternativas de funcionamiento económico y financiero al servicio de un proyecto social y político justo que han probado ser eficaces, sostenibles y socialmente muy apropiadas; hay movimientos internacionales que cuidan de la biodiversidad, la soberanía alimentaria, los derechos humanos, el cambio climático y el entendimiento entre personas, culturas y pueblos de una enorme vivacidad y riqueza.
Hay todavía mucha vida y mucha dignidad en nuestro planeta que no se deja afectar, que se niega a ceder, a los discursos que dividen a los seres humanos entre aceptables e inaceptables en función de los recursos que pueden generar o a los que pueden tener acceso. Y hay quien sabe que es posible y necesario aprender de quienes mucho nos pueden enseñar, precisamente porque les ha tocado vivir en unas condiciones que no estamos dispuestos a aceptar.
Es una opción. ¿Aporofobia o aporofilia? Es un problema de inteligencia social. De mirada larga y saneada. De saber de parte de quién ponerse, de parte de quién estar, para que las generaciones futuras puedan disfrutar de una vida a la altura de la humanidad y la dignidad con la que nacen.
Javier Martínez Contreras
Es miembro de Acción Verapaz y profesor de Filosofía y de Ética, y director del Centro de Ética Aplicada, en la Universidad de Deusto.