Tenemos que agradecer la oportunidad de cumplir años,
pues gracias a ella cada día podemos compartir momentos
con aquellas personas que más queremos,
podemos disfrutar de los placeres de la vida, dibujar sonrisas
y construir -con nuestra presencia- un mundo mejor…
El interés del tema responde a un hecho objetivo o a una preocupación creciente en la sociedad: El alargamiento de la vida ¿responde verdaderamente a una mejora de la calidad de vida? O más bien, ese alargamiento de la vida ¿multiplica los problemas en los ancianos y enfermos y en los grupos humanos que los acogen o que deben hacerse cargo de ellos?
Hablamos de este Primer Mundo o de esta sociedad del bienestar, porque la situación es radicalmente distinta en otros mundos y en otras sociedades. El promedio de vida en algunos países de África apenas llega a los 39 años (Sierra Leona, Mozambique) y hay varios que rondan el promedio de los 40 años.
En esta sociedad del bienestar, el desarrollo de las ciencias médicas han dado lugar a un hecho sin precedentes: un alargamiento de la vida en un número cada vez más creciente de personas. Si hace 40 años los sexagenarios eran considerados ancianos, hoy los octogenarios aún se consideran jóvenes. Porque el número de personas que alcanzan los 90 es cada vez mayor. Basta ver los bancos de nuestros parques cuando se asoma la primavera.
La franja de edad en situación de retiro de la vida laboral activa, ha crecido notablemente. Acusan el problema la Seguridad social, o la sociedad que tiene que hacerse cargo de una población creciente de enfermos y ancianos, o las personas que se ven afectadas psicológicamente por el arrinconamiento o la exclusión social… Hay factores que lo explican: la cultura urbana, el espacio reducido de la nueva vivienda, el nuevo ritmo laboral, el escaso tiempo disponible para atender a enfermos y ancianos, la nueva relación con el anciano y el enfermo… Resultado: el anciano se encuentran hoy quizá mejor cuidado, pero menos acogido y más solo y excluido. Poco a poco muchos ancianos van pasando así al colectivo de los descartados y excluidos.
En esta situación es preciso aprender a envejecer. Una vida coherente es ya una preparación remota para encajar bien la vejez. Es preciso cultivar algunas actitudes para aprender a envejecer. Conviene ser consciente de que el proceso de envejecimiento es permanente, desde la propia infancia. Esta conciencia nos ayudaría a aceptar las limitaciones físicas y psíquicas como un fenómeno normal, sin resentimiento contra la vida ni preocupación obsesiva por la salud. Nos ayudaría a considerar la muerte propia como una posibilidad real y eventualmente cercana y hasta nos proporcionaría una cierta lucidez para vivir la vida con sabiduría y acierto. Nos invitaría a ir cambiando de valores y poner el énfasis en los verdaderos valores. Aprender a envejecer -quizá sea ir dejando de lado la obsesión por la eficacia, la competitividad, el renombre y el reconocimiento social… y acostumbrarse a la gratuidad, al servicio humilde, al anonimato… Ir aprendiendo que al final sólo nos van a examinar en el amor.
En esta misma línea, aprender a envejecer es dejar paso a lo nuevo y a los nuevos o jóvenes. No es un ejercicio fácil, pero es muy necesario, para ganarse el aprecio y el respeto de los demás y para emprender una nueva etapa en la propia vida. Esto no significa entrar en una pasividad absoluta, sino cambiar de ocupaciones y sobre todo prestar atención a ocupaciones y aficiones más distendidas, más gratificantes, más humanas, más solidarias…. Que un anciano que está hábil se dedique a cuidar a otros enfermos y ancianos menos hábiles es una decisión ejemplar en este sentido. Hay quienes sólo saben trabajar; hay quienes saben divertirse y divertir con sus hobbies. Esto debería ser un estímulo para jubilados y ancianos.
Hoy no sólo debemos aprender a envejecer. También debemos aprender a cuidar con esmero a los ancianos. Y la primera condición para este cuidado es comprender su situación crítica. En general el anciano se ve afectado por tres crisis simultáneas. 1) Una crisis de identidad: La imagen que la persona tenía de sí misma queda afectada y cuestionada por las pérdidas que va sufriendo y por la decadencia general, así como por la falta de reconocimiento público. “¿Quién soy yo? ¿Qué he hecho con mi vida? ¿Qué puedo esperar?”. Esta crisis, sin embargo, puede dar lugar al verdadero conocimiento de sí mismo. 2) Una crisis de autonomía. Se experimenta una debilidad física creciente, un desvalimiento generalizado, y la consiguiente necesidad de tener que depender de los cuidados y las decisiones ajenas. El anciano no vive donde quiere, sino donde deciden los demás. “Ya no puedo ser yo”, “Otros conducen mi vida”, “¿Para qué vivir?”. 3) Una crisis de pertenencia, de aislamiento, de exclusión, de soledad: Los sentidos se debilitan y dificultan la comunicación. La movilidad desaparece y dificulta el encuentro. El anciano es jubilado de sus antiguas ocupaciones y actividades. Es recluido en la soledad y el aislamiento. Sus familiares, amigos y compañeros van despareciendo… y se queda solo. “Todos los míos se han muerto”, “Ya nadie cuenta conmigo”, “Soy como un cacharro inútil”.
Pero, todavía hay otras crisis a niveles más profundos: Poco a poco se acaban la firmeza y la seguridad, y comienza una etapa de desvalimiento e incertidumbre. Ahora la persona debe confiar no en sí misma, sino en los demás. Y, sobre todo, la persona comienza a presentir el final de forma más consciente y personal. La persona experimenta ahora su propia caducidad, la llegada del final. Con toda la ambigüedad de este momento: puede ser el momento de disfrutar la misión cumplida, o el momento de padecer el vacío de la vida. Puede ser el momento de la fe madura, o el momento de la angustia y la desesperanza.
La parte más positiva de la ancianidad tampoco debe ser olvidada. La presencia del anciano es importante en la sociedad. A pesar de que sus condiciones físicas y su estado de desvalimiento requieren muchos cuidados, es también mucho lo que los ancianos aportan en cualquier grupo humano y especialmente en la familia.
Muchos de ellos son testimonio de una coherencia de vida envidiable. La vejez proporciona la oportunidad de echar una mirada global sobre la vida. Y esta mirada permite centrarse en lo esencial, identificar lo absoluto, relativizar lo relativo. Desde esta altura suele ser muy importante y muy sabio el consejo del anciano, porque mira la vida desde un puesto privilegiado, que no deja lugar al engaño. El anciano es el guardián del recuerdo y de la tradición. Sin la memoria no hay cultura, ni hay sabiduría. Aunque a veces resulten pesadas las batallas que cuentan una y otra vez, hay que estimular la narración del anciano y prestarle atención. Los ancianos suelen ver debilitada su memoria, pero al mismo tiempo ven intensificarse su sabiduría, fruto de la experiencia. Ellos nos pueden formular con su experiencia y su sabiduría las preguntas últimas, las verdaderas preguntas.
Cuando se vive la ancianidad en plenitud, puede ser el tiempo del sosiego, de la gratuidad, de las relaciones humanas distendidas…. “En la vejez seguirá dando fruto”. Y hasta puede ser el tiempo de la ternura. Es emblemática la humanidad de la relación del abuelo con el nieto, puenteando a los padres. Suele ser frecuente la complicidad del anciano y el niño. En algunos casos, el anciano es el mejor testimonio del abandono absoluto y confiado en las manos de Dios. El tiempo de experimentar el perdón.
Acoger, acompañar y cuidar a los ancianos es hoy tarea prioritaria para las personas, para la familia, para la sociedad.
Es preciso evitar a los ancianos toda sensación de que son un estorbo, un cacharro inútil, porque no trabajan, porque no rinden, porque no producen, porque gastan demasiado… Los ancianos no tienen que justificar su existencia con el trabajo y su productividad; les basta sencillamente ser personas.
Quizá la primera obligación para con los ancianos es respetarles, no sólo en sus méritos y virtudes, sino también en sus debilidades y deficiencias. No juzgarles y, sobre todo, no juzgar su vida pasada. Su ancianidad merece un respeto. Respetarlos significa también perdonar sus errores pasados y sus debilidades presentes.
Es obligación también escucharlos, acompañarlos, valorar sus vidas, hacerles sentirse importantes como personas, ayudarles a superar el sentimiento de ser un estorbo. Todas estas actitudes no pueden ser sin paciencia, y sin hacerse cargo de sus debilidades. Si un anciano repite mil veces la misma cosa, habrá que considerar que no es por fastidiar, sino porque su memoria se ha debilitado. Acomodarse a su ritmo y no forzarlo más de lo razonable es otro gesto importante para los ancianos. Pasear al ritmo de un anciano es toda una metáfora de la forma en que se les ha de acompañar. Cuando no son considerados con sus limitaciones, ellos experimentan una especie de tristeza profunda y un sentimiento de abandono y subestima que les hace aislarse y eludir nuestra compañía. Así se agrava su sensación de soledad.
En todo caso, necesitamos continuar el aprendizaje para acompañar a los ancianos. Por eso es importante escuchar a las ciencias humanas, para que no hagamos daño al anciano a pesar de nuestra buena voluntad. Sin embargo, hay que decir que el anciano tiene un instinto especial para atinar con las motivaciones y el espíritu que animan a las personas que les sirven. Poniendo verdadero amor es difícil equivocarse, o la equivocación no hace tanto daño.
Felicísimo Martínez, O.P.
Febrero 2017