¿Un voluntario nace o se hace? Como todo en esta vida, primero hay que nacer para después hacer. Es por eso por lo que primero tiene que nacer en la persona una vocación o llamada, y en la respuesta a esa llamada la persona va haciéndose y transmitiendo a la vida con su hacer.
Una llamada que cada vez encuentra más respuestas es la de este mundo loco que nos reclama a gritos que nos ayudemos y le salvemos, porque solo unidos, y sin dejar a nadie atrás, como dice el lema de Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ONU, 2015), podremos hacerlo.
Son muchas las veces que podemos escuchar que somos la primera generación capaz de salvar el mundo, y a la vez la última. Según dice Jeffrey Sachs en su libro El fin de la pobreza: cómo conseguirlo en nuestro tiempo (2005), erradicar la pobreza extrema en el mundo es posible para nuestra generación. No desaprovechemos la oportunidad que tenemos. Pensemos en global porque globales son los retos a los que nos enfrentamos. Pero actuemos en local porque es donde podemos. Como escuché al, por encima de todo, profesor, Ángel Gabilondo, “no queramos dar al mundo cuidados paliativos, sino transformarlo”. Queramos. Porque el querer es el nacer.
La palabra voluntad (del latín voluntas) proviene del verbo volo, que significa querer. De aquí surge la palabra voluntario, “porque uno quiere”. Y como queremos, respondemos a esa llamada. Empezamos a hacernos.
¿Y cómo empezamos ese proceso? Cada persona tiene sus tiempos, sus sensibilidades y sus circunstancias. Aquí recuerdo al filósofo Ortega y Gasset con su célebre “yo soy yo y mis circunstancias”. Respetemos nuestras circunstancias sin atrincherarnos en ellas. Comprendamos cada circunstancia, o contexto, como prefiero llamarlo. Hagámonos desde la observación profunda de todo lo que nos rodea. Hagámonos con todas las opiniones y con el mayor conocimiento posible. Percibamos la inequidad. Sintámosla. Una vez que se siente, no hay marcha atrás.
En nuestro proceso de voluntariado, que defino como continuo, porque repito, una vez que queremos, percibimos, y una vez que percibimos la sensibilidad ante el mundo, podemos hablar de proceso, entendido éste como un conjunto de fases sucesivas que no tienen fin. De nuevo, volviendo al origen etimológico de la palabra, ejercicio que acostumbro a hacer cada vez más, proceso proviene del latín processus, cuyo verbo es procedere, pro, “adelante” y cadere “caminar”. De esta manera, somos voluntarios. Caminamos hacia delante sin vuelta a atrás. Nos hemos hecho. ¿Cómo? Así de sencillo. ¿Sin ir a algún lugar de África? Sí. Ser voluntario es ponernos al servicio del mundo, y más concretamente, de las personas que vivimos en él.
¿Así seremos útiles? ¡¡Por supuesto!! No pretendo entrar en la eterna guerra del quiero y del puedo. Cada persona tiene su contexto, ya lo hemos visto. Pero cuando se tienen razones para estar a disposición de las necesidades de otros seres humanos, cada cual, dentro de su contexto, encontrará la manera. Porque si somos voluntarios, queremos.
Las personas voluntarias tenemos la oportunidad de acercarnos a realidades, dentro o fuera de nuestra localidad de residencia, que, si las observamos bien y nos calamos de ellas, serán valiosísimas para sensibilizar a nuestro entorno más cercano. ¿Empiezas a ver la utilidad?
Muchas veces nos enfocamos en querer hacer más que en querer estar. Pero no se puede hacer, sin primero estar. Permítanme que desarrolle esta idea, pero para ello, en primer lugar, aceptémonos, somos occidentales, tenemos un bagaje histórico basado en unas teorías de desarrollo en las que los proyectos de cooperación se diseñan en el norte para mejorar el sur. Han sido muchos los años en los que ha sido así y vivimos aún los retazos de este concepto basado en el hacer. Pero hacer sin estar, sin conocer profundamente la comunidad con la que se trabaja y en la que se trabaja, no es hacer. Es imitar. Imitar un modelo de desarrollo occidental que no tiene por qué funcionar en otras comunidades del globo terráqueo y, de hecho, en la mayoría de los casos, no funciona.
He tenido la suerte de ir en tres ocasiones a una comunidad de los Andes ecuatorianos (mi amada Vizcaya) a aprender a estar. Quise hacer e hice, y en ese hacer me sentí anti-voluntaria, no quería seguir haciendo, quería estar, observar, escuchar y, sobre todo, aprender de ellos y con ellos. He tenido la suerte también de sentirme profundamente transformada con ese aprendizaje, que, sin duda, me ayuda día a día en este proceso continuo de seguir transformando a cuantos me rodean.
Ahora sé que lo que llamé anti-voluntariado se encierra dentro de las teorías del post-desarrollo defendidas, entre otros, por el sociólogo Wolfgang Sachs en su libro Diccionario del Desarrollo-Una guía del conocimiento como poder (1992). Ahora, sé también que lo que más importa es estar y que de todas las personas se puede aprender algo. Sí, de todas, aunque sea lo que no hacer. Y para aprender es imprescindible la humildad que nos reconoce como sujetos ignorantes.
Solo una vez que estemos, aprendamos su contexto y nos adaptemos a él, podremos hacer. Esto, como comprenderán, lleva tiempo. El aprendizaje no debería parar nunca mientras sigamos respirando, y la capacidad de adaptación es nuestro particular seguro en esta sociedad actual, que ya se califica como de la incertidumbre o del desconocimiento, por algunos filósofos actuales como Daniel Innerarity (2018). Por tanto, llevemos siempre con nosotros estas dos capacidades: la capacidad de aprender y la capacidad de adaptarnos. Llevémoslas para estar y para hacer. Llevémoslas sin dejar nunca a un lado la sensibilidad.
Soy voluntaria porque yo quiero. Y tú, ¿quieres acompañarme?
Rocío Rodríguez Rivero.
20 de abril de 2018.