La memoria, definitivamente, es frágil. O selectiva, que viene a ser algo muy parecido. Estamos cansados de saber que esta crisis, que nos echa de nuestras casas, nos quita nuestro puesto de trabajo y no nos deja encontrar otro porque ha desaparecido, que hinchó nuestras deudas familiares con prácticas bancarias imprudentes y temerarias y que terminó transformándose en una crisis de deuda pública, es una crisis financiera. Lo que no vemos ni parecemos atisbar es que sea también una crisis de otro tipo, y parece que sí. Quizá no tenga sentido ahora enumerar los factores sociales, económicos y políticos que cocinaron este desatino. Pero sí es necesario pararse a pensar sobre el modo en que la arquitectura socio-política de nuestras sociedades se está resquebrajando hasta el punto de amenazar seriamente ruina. Creo que la expresión ni siquiera es exagerada.
El debate tiene algo más de doscientos años, aunque ya casi no lo recordamos. Las revoluciones que dieron origen a la estructura social y estatal que hoy conocemos, la americana y la francesa, pusieron por delante sendas declaraciones de derechos del hombre y del ciudadano. Ambas muy similares en su contenido e intención. Buscaban afirmar derechos civiles y políticos más o menos universales, pero también pretendían asegurar derechos económicos y sociales a los que poco más tarde se añadirían los culturales. En esas declaraciones se afirma, entre otros, el derecho a la propiedad. No se hace por prejuicios liberales exclusivamente, sino con intención –esto es lo más interesante de la afirmación de ese derecho- de asegurar la “independencia civil”, es decir, que la acción política de cada ciudadano no estuviese mediatizada por la dependencia económica de quien vive pendiente de un salario mensual, lo cual le haría proclive a defender los intereses del patrón en lugar de seguir su propio criterio (que además debiera estar bien formado e informado). Apenas unos decenios más tarde las revoluciones liberales de mitad del siglo XIX consagraron un modelo de desarrollo económico al que se adaptaron las estructuras políticas poniendo el acento en derechos civiles y políticos reconocidos en mayor o menos medida, dejando en segundo término los derechos sociales y económicos. Fue tras la segunda guerra mundial cuando la Declaración Universal de Derechos Humanos reunía por fin en un único documento ambos tipos de derechos, y que en su artículo 28 establece que las sociedades deben diseñarse de manera que todos podamos disfrutar de los derechos contenidos en ese documento. No obstante, y a pesar de los esfuerzos realizados por subrayar que no tiene sentido disfrutar de derechos civiles y políticos si no hay trabajo, ni educación, ni sanidad, ni derechos laborales, ni acceso a la vivienda, por mencionar algunos, los protocolos de Viena de 1966 establecieron una diferencia fundamental entre ambos tipos de derechos: los civiles y políticos son de obligado cumplimiento, mientras los económicos, sociales y culturales dependen de la capacidad económica de cada estado para su desarrollo y mantenimiento. No hemos salido de esta ambigüedad.
La actual crisis ha vuelto a poner de relieve este fallo estructural de nuestro sistema social y político. Desde los años 80 se han ido tomando medidas políticas y legislativas que han ido dando alas a la actividad económica globalizándola, disminuyendo en la misma proporción la capacidad de control y arbitraje de los estados. Curiosamente, a mediados del pasado siglo un economista húngaro, Karl Polanyi, escribió un libro que ahora vuelve a ser leído y citado, La gran transformación. La idea que ilustraba el texto con profusión de datos es que cuando se reduce al ser humano a su actividad económica, desaparece todo sentido de lo común, de forma que el supuesto progreso económico, que siempre beneficia sólo a un reducido número de privilegiados, supone la destrucción de lo social. Claro que aquello se escribió en 1944, y desde entonces han pasado ya 69 años de “progreso” que han dejado atrás aquellos fantasmas, no? Los recientes informes publicados por Intermon Oxfam (diciembre de 2012) y por Caritas y la Fundación FOESSA sólo corroboran lo que dijo Polanyi. Ambos coinciden en señalar los procesos de empobrecimiento y de inseguridad económica que estamos sufriendo durante los últimos cinco años, que se traducen en una progresiva diferenciación ciudadana en el acceso a los derechos básicos. Esto rompe con uno de los principios básicos de nuestro contrato social: el principio de igualdad, que es el que los Derechos Económicos, Sociales y Culturales pretendían reforzar por considerarse las condiciones materiales de posibilidad de la realización de los derechos civiles y políticos. Si no alcanza con el ejemplo europeo, Intermon recuerda en su texto que su experiencia de más de cincuenta años de trabajo en el mundo de la cooperación al desarrollo nos ha enseñado que las políticas de recorte de derechos sólo producen mayor sufrimiento social y un deterioro político de difícil gestión. La historia de los últimos treinta años en toda América Latina o del Este Asiático, escenarios de experimentación de las mismas políticas que ahora padecemos nosotros, dan cumplida y cabal prueba de esta afirmación.
Recortar derechos sociales, económicos y culturales, que es lo que se está haciendo en los países del Sur de Europa, supone modificar el alcance del ejercicio real y efectivo de nuestra condición de ciudadanos. Supone alterar de forma sustancial el “contrato social” que se suponía a los regímenes democráticos basados en la observancia de los derechos humanos. Ninguna sociedad puede soportar una proyección que dice que en 10 años un 38% de su población vivirá en situación de pobreza y que los más ricos podrían llegar a ingresar de media 15 veces más que el 20% de los más pobres. No hay sistema político que resista semejantes niveles de desigualdad. Ya hay quien llama a esto fascismo social, no sin razón.
Si queremos una arquitectura social y política robusta, sana y eficaz, necesitamos garantizar todos los derechos y educarnos en su cuidado para responsabilizarnos todos de ellos. Urge ahora no sólo dar mayor densidad a las redes de solidaridad y reivindicación ciudadana, sino trabajar, como decía Hannah Arendt en un famoso texto de 1951, Los orígenes del totalitarismo, por el derecho a tener derechos, por el derecho a ser ciudadanos en pleno ejercicio de nuestra ciudadanía, consciente, participativa y activa. No se trata sólo de frenar recortes, sino de evitar que cambie el escenario por unos derroteros cuyo resultado ya conocemos.
Recordar, hacer memoria de la experiencia acumulada y de los remedios que hemos descubierto eficaces (y los derechos humanos en su totalidad son el más universal y eficaz remedio que nos han legado los últimos siglos) no nos atrapan en el pasado. Son la mejor garantía de no regresar a situaciones de servidumbre que, ingenuamente, habíamos dado por superadas.
Javier Mtnz. Contreras