La captura de un grupo de misioneros estadounidenses es el último reflejo de un país roto y descabezado en el que las autoridades son reemplazadas por bandas violentas que ostentan el poder real
Un miembro armado de la pandilla G9 hace guardia durante una concentración.
Crédito: MATIAS DELACROIX (AP)
Hay países como Haití que parecen estar descomponiéndose siempre. Países que nunca están en las noticias por nada bueno porque sus deportistas nunca gana nada, nadie obtiene un premio de cine, no se publica un libro, no tiene plato típico o se desconocen sus playas turquesa porque el único verbo conjugado es siempre el mismo: sobrevivir. Países que a veces estallan en 35 segundos por acción de la naturaleza cuando un terremoto agita la tierra, y otras donde es la mano del hombre la que lo descompone.
Países tan insignificantes que, cuando el pasado sábado la noticia del secuestro de 17 religiosos de Ohio en las calles de Puerto Príncipe llegó a los noticieros de todo el mundo, alguien al fondo del grupo pareció levantar la mano para decir no, somos 18, porque yo, el conductor, de nacionalidad haitiana, también fui secuestrado. Omisiones que, de obvias que son, describen el panorama mejor que cualquier informe de organismos oficiales.
Personas hacen guardia a la espera de combustible en una gasolinera cerrada en Puerto Príncipe.
Crédito: RICARDO ARDUENGO (AFP)
La dramática crisis en la que está inmerso el país caribeño de 11 millones de habitantes necesitó de un secuestro masivo para que volviera a hablarse de cómo una nación se descompone en tiempo real. Cómo se desmorona un país frente a los ojos.
El secuestro de 18 personas, 16 estadounidenses, un canadiense y un haitiano que formaban parte de un grupo religioso a manos de una banda conocida como 400 Mawozo, algo así como ′400 del pueblo’, confirma la dimensión que han tomado las pandillas en reemplazo del Estado. Los secuestradores han exigido 17 millones de dólares para liberar a los rehenes, y el líder de la banda ha amenazado con “meterles una bala en la cabeza” a menos que se pague el rescate.
El secuestro de los religiosos fue el epílogo a una cadena de desgracias que tiene su punto álgido en julio cuando el presidente de Haití, Jovenel Moïse, fue asesinado en su cama, sumiendo al país en un profundo caos político sin que hasta el momento se haya resuelto el magnicidio. Un mes después más de 2.000 personas murieron en un terremoto de 7,2 de magnitud y al mismo tiempo la depresión tropical Grace dejó en la indigencia a miles de personas. Mientras todo esto pasaba, ni un solo día se ha detenido la llegada de aviones desde Estados Unidos cargados de haitianos, en total más de 11.000 migrantes deportados, abandonados a su suerte en el país después de varios años fuera.
Vista panorámica de un mercado en las calles de Puerto Principe.
Crédito:RICARDO ARDUENGO (AFP)
En ese contexto las bandas de delincuentes, cada vez más armadas, han encontrado en los secuestros la forma de ganar poder y dinero. Entre julio y septiembre se contabilizaron 221 secuestros. Más de dos personas diarias entre los que hay comerciantes, vendedores ambulantes, médicos, estudiantes, niños y religiosos, muchos religiosos. Los secuestros se convirtieron en un negocio tan lucrativo que actualmente son secuestradas ocho personas diarias, 119 en los últimos 15 días, según el Centro de Análisis e Investigación de Derechos Humanos (CARDH), un grupo local sin ánimo de lucro que contabiliza 36 estadounidenses raptados en 2021.
Hasta ahora, secuestrar extranjeros ha sido un negocio rentable donde la tarifa media para empezar a hablar es de un millón de dólares para los blancos, y de 100.000 dólares para los locales. En un país dividido por raza, clase e ingresos, el secuestro se ha convertido en lo único democrático, ya que golpea a todos por igual y los testimonios de quienes consiguen pagar el dinero describen torturas prolongadas y maltratos durante el cautiverio. La consecuencia es que cuando cae la noche, este país bullanguero, caribeño y alegre que por el día sobrevive, cuando cae la noche, aguanta la respiración. “Este país está boca abajo, no se puede caminar, salir de Puerto Príncipe ni estar en la calle cuando se pone el sol. Si seguimos así, el próximo paso serán los saqueos”, dice Francine Sabalo, una joven de 28 años que vende pollo en las calles de Juvenant, una colonia de la capital. Su primo, un transportista que llevaba mercancía de Puerto Príncipe a Cabo Haitiano, fue secuestrado cuando atravesaba el barrio de Croix de Buquet y como muchos que consiguen reunir el dinero y ser liberados, su relato sobre lo que vivió durante el secuestro contiene palizas, maltratos, gritos y once días comiendo un cuenco de arroz. “No ha vuelto a ser el mismo. No quiere hablar del tema por el trauma que le provoca. Comienza a llorar y le dan convulsiones”, explica. Según Gedeon Jean, director del CARDH, “los secuestros no distinguen entre negros, mulatos, ricos, pobres, mujeres o niños. Cada secuestro endeuda a toda la familia y los que lo rodean”, dijo. Según sus datos el 80% de los secuestrados son liberados después de pagar cantidades que van de los 1.000 dólares a los 100.000 dólares.
Barbecue, el líder de la pandilla "G9 and family", se para junto a la basura para llamar la atención sobre las condiciones en las que vive la gente mientras lidera una marcha contra el secuestro en el barrio La Saline en Puerto Príncipe
Crédito:JOSEPH ODELYN (AP)
Actualmente existen unas 150 pandillas activas en Haití, según un recuento realizado por la Fundación Je Klere (FJKL) en agosto. Las más fuertes son los 400 Mawozo, responsables del secuestro masivo de religiosos, liderada por Wilson Joseph, y el G-9, de Jimmy Barbecue Cherizie. Ambas facciones se han repartido la ciudad y unas controlan la zona de Croix de Buquet y otras Martissant, impidiendo a la población salir de la ciudad sin jugarse la vida. Su poder es tal que Naciones Unidas tuvo que negociar con ellos que les permitieran descargar y repartir la ayuda humanitaria enviada tras el terremoto. México, en cambio, no negoció como debía y después de dos intentos tuvo que darse la vuelta con su barco cargado de alimentos y medicinas después de que los sicarios de unos y otros comenzaran a dispararse frente al buque, confirmó días después López Obrador.
Para explicar la prepotencia de las bandas y la descomposición del Estado basta ver la escena que se vivió el pasado domingo durante el 215 aniversario de la muerte de Jean Jaques Dessalines, el esclavo negro traído de Guinea que se levantó contra Francia y pasó a cuchillo a 4.000 blancos en solo unas semanas, iniciando la creación del primer país libre de América Latina. Homenajear su figura es una tradición que el presidente Ariel Henry quiso cumplir y también Barbacue, que se presentó en el lugar vestido exactamente igual que el presidente, traje blanco y corbata negra, rodeado de gente armada. La aparición de Barbacue hizo huir a Henry que se refugió en una comisaría cercana. Peor aún fue que los policías que debían protegerlo despreciaron al mandatario aplaudiendo la llegada de Barbacue, según explicó un agente presente en la comisaría. “Hasta ahora las bandas actuaban como correa de transmisión de los partidos, pero estas han ganado en poder de fuego y en dinero y será difícil volver a meter los truenos en la caja ante el actual vacío de poder”, describe un diplomático europeo. “Estamos asistiendo al fin de un ciclo. El fin del Estado de derecho. Nunca el Estado había sido gran cosa en Haití, pero esta situación de descomposición no la habíamos visto jamás”, explica Heroldy Jean Francoise, director de Radio Ibo, una de las más escuchadas del país.
Como consecuencia del control del puerto, por donde entra el 70% de la gasolina, los barcos han dejado de llegar y el desabastecimiento ha enardecido a la población, que esta semana protestó cortando carreteras para exigir un freno a la inseguridad. “No tenemos presidente, ni gasolina, ni dinero, solo hambre”, dijo con una piedra en la mano, en una barricada de Delmas, el joven Louis Bourgone que participaba en las protestas. Con tanto periodista internacional en su país los haitianos aprovecharon para quemar llantas y cortar calles, cansados de ser el secuestrado 18 del que nadie habla.
Una mujer lava ropa dentro de un refugio para familias desplazadas por la violencia de las pandillas en la iglesia de Saint Yves en Puerto Príncipe.
Crédito:RICARDO ARDUENGO (AFP)
Fuente: elpais.com