El odio y la violencia son, ante todo, círculos viciosos de desconfianza y miedo. Los poetas siempre nos preceden en la comprensión de las cosas, y el cantautor Javier Krahe lo expresó de modo perfecto en una canción cuyo título era, precisamente, ese, Círculos viciosos:
'Quiero conocer a aquél/hablarle y decirle hola/ ¿No le has visto la pistola? / Deja esa vaina, Javier. ¿Por qué la pistola? /Porque tiene miedo/ ¿Por qué tiene miedo / Porque no se fía/ ¿Por qué no se fía? / Porque no se entera/ ¿Por qué no se entera? / Porque no le hablan/ ¿Por qué no le hablan? / Por llevar pistola'.
Horkheimer, el marxista frankfurtiano, se dedicó en sus últimos textos al tema de la religión. Sostuvo que avanzamos cada vez más hacia una sociedad tecnológico-burocrática, sin espíritu, religión ni filosofía, ya que el espíritu pertenece a la fase infantil de la Humanidad. Aunque restaurar la religión sea imposible, porque es una marcha atrás, la doctrina de un Dios bueno y omnipotente, sostiene Horkheimer, debiera ser enseñada a los seres humanos no como una certidumbre, sino como “…una nostalgia, que pudiese, en definitiva, vincularlos recíprocamente en el sentido del bien”. Esto nos recuerda al San Manuel Bueno, mártir de Unamuno: actúo como si fuese creyente, en la certeza de que es mejor para los demás serlo que no serlo. Mi ejemplo les vale más que una creencia que, por íntima, no pueden comprobar.
Horkheimer utilizaba la expresión mundo administrado para definir nuestros tiempos: la razón se pone al servicio del aparato técnico y pierde sus fines propios, y paralelamente todo lo mistérico se ve cada vez más constreñido.
“…me parece que ahora, a pesar de todo el luto por una justicia eterna, hacemos todo lo posible para que el "pecado original" no sea una mera fórmula y para que la culpa quede pegada a nuestra piel, a la piel de cada uno de nosotros. Nosotros, que vivimos en los llamados países muy avanzados, tenemos un fin supremo: seguir cosechando los beneficios que nos reporta el hecho de que los países del Tercer Mundo vivan en la miseria y que nadie, según sus posibilidades, les presta la ayuda que pueden; podría ayudar mucho, si la buena voluntad auténtica de los hombres se dirigiera en esa dirección. Pero esta consideración mía solo puede sustentarse dentro de un orden de ideas que tienen un claro origen teológico. Diré una frase bastante atrevida: sin una base teológica, la afirmación de que el amor es mejor que el odio queda absolutamente desmotivada y sin sentido. ¿Por qué el amor debería ser mejor que el odio? Satisfacer el odio de uno a menudo trae más satisfacción que satisfacer el amor de uno. Por eso es necesario reflexionar seriamente sobre las consecuencias que produce la liquidación de la religión”.
Horkheimer creía, pese a su agnosticismo, que la religión es el auténtico respaldo de las buenas acciones que luchan contra el mundo administrado, que buscan un sentido a la presencia del otro. El nihilismo sólo se puede refutar desde una doctrina de la salvación, que impide que lo bueno y lo malo sean intercambiables, que la bondad y la maldad sean sólo el modo de denominar a lo que queremos y lo que odiamos, respectivamente. Al proponernos amar lo que nos resulta cercano y odiar lo que tememos, instrumentalizamos el amor y el odio, los podemos al servicio de nuestras filias y fobias y actuamos como un dios vicario: lo que yo amo es lo amable, lo que temo es lo odiable.
Aplicado al problema de la paz y la guerra, esto supone intentar dar un sentido al amor, dejar de verlo como algo que sigue pasivamente a nuestro deseo, y ello no es posible sin desprenderse de las etiquetas que nos impiden ver al otro como prójimo. Deshumanizar es el primer paso para destruir. Un niño perdido en un lugar hostil es un mena, un enemigo se convierte, visto desde el helicóptero, en un objetivo; para destruir al otro hay que verlo como a un orco, a alguien cuya insensibilidad le impide incluso sufrir, o a una hormiga, tan pequeña y lejana que no puede movernos a nada. Incluso en un caso tan enquistado como el palestino, la clave está en aceptar que siempre tenemos buenos argumentos, pero el otro también los tiene, que siempre elegimos los mejores y ocultamos los peores y el otro hace lo mismo para odiarnos mejor. Alimentar el odio como una proyección de nuestras fobias provoca una espiral que no se detiene, mientras que dejar entrar al amor como algo sustancial (amar no sólo al amigo) rompe esa espiral.
Hay algo que avala ese utópico deseo: en nuestros tiempos complejos, imponerse mediante la violencia es cada vez más difícil, porque quien materializa de continuo la coacción se hace su esclavo, se obliga a sí mismo a recurrir de continuo a ella como una droga y a bestializar cada vez un poco más al oponente. Ganar es sólo abrir un período durante el cual tendremos una cierta tranquilidad, pero el otro herido acumulará odio durante ese tiempo y lo volcará sobre nosotros tarde o temprano, lo que requerirá más violencia. La violencia necesaria será cada vez mayor y la victoria cada vez garantizará la tranquilidad (nunca la paz) durante menos tiempo. La periodicidad acelerada con que se reproduce el odio entre palestinos e israelíes lo avala: 1948, 1967, 1973, 1982, 1987, 2000 a 2005, 2008 a 2009, 2017, 2023.
Como canta Krahe, la pistola genera desconfianza en el otro, esa desconfianza nos provoca miedo y llega un momento en que ya no se sabe si el arma es para defenderse del otro o el motivo de que haya que defenderse. El odio es siempre un círculo vicioso, sólo quienes lo rompen tienen posibilidades de salvarse. Horkheimer afirmaba en una entrevista, en 1973, que pese a la presión por la paz algunos Estados no abandonan su armamento, porque si son débiles tiene miedo de los poderosos y, si son poderosos, acaban convencidos de que sólo el miedo mantendrá a raya a los otros. Esa desconfianza, sostenía, sólo podía ser desmontada poco a poco. Pero “…continuamos necesitando de la moral, incluso en política exterior. Y me atrevo a creer que aquí en Occidente hemos renunciado con excesiva prontitud al enjuiciamiento moral de la política”. Un juicio moral que, para el marxista ateo Horkheimer, requería una base teológica y religiosa. Fiémonos más de los ateos que descubren la importancia de la religión, que de los fundamentalistas religiosos para quienes su dios es sólo una coartada.
José Luis Muñoz de Baena
Profesor de Filosofía del Derecho de la UNED
Y socio/colaborador de Acción Verapaz