Es el título de un artículo de Sami Naïr, publicado en País el domingo 6 de octubre. Una tragedia más pero esta sin precedentes, no por ser nueva, sino por ser mucho mayor el número de víctimas: varios centenares de muertos tras el naufragio, el 3 de octubre, cerca de Lampedusa, de una barcaza que transportaba a unos 500 inmigrantes subsaharianos que intentaban atracar en esta pequeña isla europea, cerca de Sicilia.
Esta es pues la noticia dramática que no debe ser ocultada. Voces autorizadas, como la del papa Francisco se han elevado ya para clamar no sólo contra el hecho en sí, sino también para denunciar las causas que los provocan.
El papa exclamó este jueves "sólo me viene la palabra vergüenza, es una vergüenza", para referirse al naufragio registrado cerca de la isla de Lampedusa. El pontífice argentino improvisó estas palabras al término del discurso a los participantes en el convenio sobre el aniversario de la encíclica "Pacem in Terris". "Recemos juntos a Dios por los que han perdido la vida, hombres, mujeres, niños, por los familiares y por todos los inmigrantes", dijo ante los presentes.
Vergüenza puede ser la palabra primera que viene a nuestros labios al constatar cómo a las puertas de la Europa rica, a pesar de la crisis, van muriendo de forma continuada los desheredados de la tierra, a los que ponemos todo tipo de trabas para impedir que quienes, huyendo de la muerte, buscan una oportunidad de vida entre nosotros.
Pero cuando, tras el grito espontáneo pasamos a la reflexión, es otra la palabra que se abre camino en nuestra mente: injusticia. Sí, estos hechos no ocurren por efecto de leyes naturales inevitables, como la tempestad que hunde en el mar a los pescadores o los accidentes a veces inevitables que hacen perecer a los trabajadores en su tajo de trabajo. Estos hechos obedecen a decisiones humanas o, como bien definió Juan Pablo II, a las estructuras de pecado o aquellas formas de organizar la convivencia entre los seres humanos que necesariamente llevan al mal , bajo la forma de violencia, pobreza y hambre.
Si esto es así, no podemos ni eludir nuestra responsabilidad de que estos dramas se produzcan, ni dejar de sentir la necesidad de movilizarnos y de comprometernos para que estas situaciones dejen de darse.
En efecto, a la pregunta inevitable ¿por qué estos hombres, mujeres y hasta niños se lanzan a esta aventura de viajes que previsiblemente pueden terminar en la muere? Que nadie nos engañe hablándonos del efecto llamada u otras lindezas similares, obedecen más a lo que hemos llamado estructuras de pecado. Como escribe un periodista desde Lampeduda, el escenario del drama: “Hoy, hoy son la miseria, el hambre, la desgracia, la guerra, la revolución perdida: son el campo devastado por la sequía, los bienes robados por el miliciano o el gobierno, la mano levantada del fanático. Una fuerza más grande y más tremenda, misteriosa como el propio rostro de la vida, que a veces tiene la mirada estremecedora del desierto y otras veces los ojos dulces del mar, ha movido a estos hombres más allá del terraplén del miedo, les ha enseñado a huir, aunque el peligro sea mortal y un hilo sutilísimo separe la desesperación de la esperanza y no les sea dado a los hombres el conocerlo”.
Y las preguntas de, ¿qué se está o estamos haciendo para que esta huida, muchas veces hacia la muerte, no se produzca y cómo los recibimos cuando llegan a nuestras fronteras buscando la vida y la dignidad, que en sus lugares de origen se les negaba? La respuesta no es menos descorazonadora y se acerca a lo que denunciaba Sami Naïr, en el artúclo citado: “estas decenas de miles de condenados de la tierra… no encuentran al término de su recorrido más que la cárcel, los campos de internamiento, las expulsiones brutales y, cuando logran pasar entre las estrechas mallas de las redes de acero construidas por los países de "acogida", desembocan en la miseria de la clandestinidad y de la vida sin derechos”.
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