Los que vengan detrás nos preguntarán por qué no hicimos nada para detener el genocidio de los refugiados y migrantes, si lo estábamos viendo, y tendremos que bajar la cabeza porque no sabremos qué contestar.
Javier Gallego
18/10/2016 - 08:44h
Un viejo velero de lujo que se cae a trozos, cedido por el empresario Livio Lomonaco, restaurado con 300.000 euros de donaciones y tripulado por voluntarios de una organización no gubernamental, se ha convertido en el barco que más personas ha rescatado en el Mediterráneo en esta crisis de migrantes y refugiados que tratan de llegar a nuestras costas en lanchas de goma y barquichuelas destartaladas en las que miles naufragan y mueren.
De eso trata Astral, el documental de Jordi Évole y Salvados estrenado esta semana pasada, que cuenta la odisea de la ONG de socorristas, Proactiva Open Arms, para conseguir el barco y echarse al mar a salvar vidas de esa olla gigante y voraz que se las traga a puñados mientras Europa bosteza. De eso trata la película, de la vergüenza de la Unión Europea. De la heroicidad y obstinación de unos que han salvado a 12.500 personas sólo este verano, frente a la indiferencia y pasividad de los otros, que han dejado morir a 3.200 seres humanos en lo que va de año.
Habrían muerto muchos más si no estuvieran ahí para evitarlo Médicos Sin Fronteras, Sea-Watch, Save The Children, Jugend Rettet o Proactiva Open Arms asumiendo la labor humanitaria de la que han desertado nuestros gobiernos. Es tan sorprendente como deplorable que tengan que ser voluntarios en navíos precarios, financiados por la ciudadanía, quienes le hagan el trabajo de salvamento a uno de los continentes más poderosos y ricos del planeta. También de los más olvidadizos y desalmados, por lo que estamos viendo.
La Europa del siglo XXI está repitiendo las páginas más negras de su historia en el siglo XX. Las imágenes que aparecen en Astral de esas barcazas de plástico atestadas de personas aterrorizadas, puestas en fila, cruzando la inmensidad inabarcable del mar, no son muy distintas de las fotografías de los trenes rebosantes de cuerpos de las deportaciones nazis cruzando la nada o de las hileras de prisioneros en los campos de concentración. En ambas épocas, las mismas caras de agotamiento y terror, las mismas colas de gente en dirección a la muerte.
Cuenta un periodista en el documental que muchas personas fallecen durante el viaje en las salas de máquinas en las que les hacinan, asfixiados por el dióxido de carbono de los motores. Es lo que parece. Van a una cámara de gas. Otros caen al agua y ya no pueden regresar a la patera porque no saben nadar. Es lo que parece. La barca de Caronte camino del infierno o del matadero. Familias enteras, varias generaciones - abuelos padres, madres, niños, bebés algunos- han desaparecido ahogadas.
Con ellas se ahoga también la dignidad de Europa y de los europeos. De eso trata también Astral. Habla de ellos, de los que caen como chinches, pero también habla de nosotros, de quienes estamos dejando que caigan como si nos pareciesen chinches. Nos habla a nosotros. Nos pregunta por qué no hacemos más, por qué no hacemos nada, por qué no nos hemos plantado para exigir a nuestros gobiernos que actúen. Ya. Ahora.
Por supuesto que hay mucha gente que se mueve, da lo que tiene, incluso pone su vida al servicio de salvar otras, pero la sociedad europea sólo se revuelve inquieta unos segundos y después observa con apatía cómo mueren o aún peor, con antipatía, odio y xenofobia, a los que llegan. Las organizaciones y movimientos sociales que han movilizado a Europa contra la crisis económica, partidos políticos y sindicatos que mueven masas para sus mítines e intereses, ninguno ha tomado la iniciativa de movilizarnos contra la matanza.
No sé a qué están esperando, a qué estamos esperando. Los que vengan detrás nos preguntarán por qué no hicimos nada para detener el genocidio, si lo estábamos viendo, y tendremos que bajar la cabeza porque no sabremos qué contestar.
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