Ansiada resolución
El 28 de enero de 2013 el Juez Miguel Ángel Gálvez resolvió enviar a juicio a los generales retirados, el ex presidente José Efraín Ríos Montt y José Mauricio Rodríguez Sánchez, basándose en que las pruebas, testimonios y peritajes aportados durante más de ocho horas por el fiscal del Ministerio Público fundamentaban la acusación de delitos de genocidio y contra deberes de la humanidad. Se les acusa de ser responsables de quince masacres en que perecieron más de 1771 personas de la etnia ixil. Entre las pruebas fueron aportados los planes militares de campaña Victoria 82 y Firmeza 83, Operación Sofía y Operación Ixil en los que se establecía la eliminación de subversivos, y cómo esta cualidad se refería a cualquier ciudadano que no simpatizara con el gobierno militar, incluyendo a niños, ancianos o mujeres embarazadas. Según dichos planes, la población de algunas regiones indígenas, como la ixil, era considerada automáticamente simpatizante de la guerrilla y, sin más pruebas, declarada como enemigo interno, por lo que debía ser eliminada.
La valiente y ansiada resolución del juez Gálvez arrancó un aplauso emocionado de la parte demandante (sobrevivientes mayas y organizaciones pro justicia), mientras la otra parte, familiares y colegas de militares (algunos de los cuales no disimulaban gestos y equívocas actitudes de racismo, como perfumarse insistentemente al sentir la cercanía de campesinos indígenas) apenas logró conservar su compostura al escuchar el dictamen del juez. En la calle sonaron cohetillos, mientras en la sala las señoras elegantes no lograban contener algunas lágrimas que resbalaron y tiñeron de sombra sus mejillas.
Larga lucha por ver la justicia
Sin ser una sentencia condenatoria, la resolución justificaba la euforia. Era un hito brillante en catorce años de lucha de las víctimas y de las organizaciones pro justicia guatemaltecas. Para esa lucha, los militares ya habían preparado su estrategia política. En agosto de 1989 Ríos Montt fundó el partido Frente Republicano Guatemalteco (FRG). El FRG logró importante –y desconcertante- apoyo popular, precisamente en las regiones donde más sangre había derramado la represión: una demostración clara de hasta qué punto la estrategia contrainsurgente del terror, cuyo icono era precisamente la figura de Ríos Montt, permanecía activada, eclipsando y arrebatando la conciencia de las comunidades mayas. Desde su partido, el general se desempeñó durante 18 años, de 1994 a 2012, como poderoso diputado, como presidente del Congreso, e incluso intentó –contraviniendo la Constitución- postularse como presidente de la república.
De manera que las víctimas y las organizaciones pro justicia topaban con un desesperante muro de impunidad. Eso motivó a la Premio Nobel, Rigoberta Menchú y a grupos de víctimas para presentar en 1999 ante la Audiencia Nacional de España su denuncia contra Efraín Ríos Montt y otros siete altos mandos guatemaltecos. Y aunque el año siguiente el juez español Ruiz Polanco dictó orden internacional de captura contra el general, la justicia guatemalteca rehusó cumplirla y la Corte de Constitucionalidad dejó más tarde sin efecto lo actuado en España alegando incompetencia de la Audiencia española para juzgar a ciudadanos guatemaltecos.
Aun sabiendo que chocaban con la impunidad institucionalizada, numerosas personas mayas sobrevivientes, organizadas en 22 asociaciones hicieron frente común en la Asociación por la Justicia y la Reconciliación (AJR) y presentaron en junio de 2001 denuncia penal por genocidio y crímenes contra la humanidad ante tribunales guatemaltecos contra Ríos Montt y otros militares de alto rango. Su demanda fue aceptada, pero el proceso avanzó trabajosamente. La defensa de los generales recurría sistemáticamente a la interposición de recursos legales ante las diferentes instancias de la justicia guatemalteca.
La lucha de la AJR y otras organizaciones civiles siguió y, porque resultaba imposible ocultar el infierno con un dedo, los pasos avanzaron. Los jueces acabaron por autorizar la revisión de los planes de campaña militares: Victoria 82, Firmeza 83, Operación Ixil y Plan de Operaciones Sofía. Sin embargo, el Ministro de la Defensa se negó a presentarlos alegando estar bajo secreto militar. Requerido después por la Corte de Constitucionalidad, el Ministro sólo entregó dos de los planes, uno de ellos muy incompleto, y aseguró que los otros dos habían desaparecido.
Para feliz sorpresa de las víctimas y las organizaciones pro justicia, en diciembre de 2010 fue elegida, mediante el sistema de Comisiones de Postulación (establecido por ley de junio de 2009), la licenciada Claudia Paz y Paz como Fiscal General y Jefa del Ministerio Público. El perfil profesional y la probidad de la nueva funcionaria contrastaban con la de otros anteriores en el Ministerio Público, institución en la que durante muchos años habían anidado la corrupción, la impunidad y el crimen organizado.
La dirección de Paz y Paz en el Ministerio Público impulsó los procesos de justicia por crímenes de la guerra. A esto se sumó el que Ríos Montt debió salir del Congreso tras fracasar su partido en las elecciones. El general perdió su inmunidad parlamentaria en enero de 2012. El 26 de ese mes compareció por primera vez ante la justicia y la jueza lo inculpó de genocidio y crímenes de lesa humanidad. Basándose en que el general se había presentado voluntariamente, le ordenó arresto domiciliario bajo fianza de Q. 500,000.00 (cerca de 49,000 euros). En 21 de mayo, otra jueza inculpó también a Ríos Montt por la masacre de 201 personas en la comunidad de las Dos Erres cometida en diciembre de 1982. En esa ocasión fueron condenados cinco ex soldados kaibiles (tropas especiales, temibles por crueldad).
Crueldades insoportables
Los crímenes de que el juez Gálvez acusa a Ríos Montt y a Rodríguez Sánchez son una parte muy pequeña de los que cometieron. Tampoco fueron ellos solos los responsables de la carnicería ejecutada en Guatemala. La Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), establecida por mandato de la ONU, estableció que en el último año del gobierno del general Romeo Lucas García y los quince meses de su sucesor Ríos Montt, en sólo dos años y medio, se cometieron el 81 % de las violaciones a derechos humanos de los 36 años de guerra. Sólo en la región ixil la CEH documentó 52 masacres en ese lapso de tiempo. Masacres dirigidas contra la población ixil; ninguna contra la población ladina. Aparte, las cometidas contra las poblaciones indígenas de otras regiones mayas. Por ejemplo, sólo en el municipio de Rabinal el ejército cometió 34 masacres en esos mismos años.
La guerra contrainsurgente dejó más de 200.000 muertos o desaparecidos, una cantidad que supera con mucho en números relativos y absolutos a las que se dieron en esos años en los demás países latinoamericanos. Hablar de cifras distrae la atención de las verdaderas dimensiones del sufrimiento causado –cuya cauda sigue afectando negativamente a la sociedad indígena y a todo el país-. Torturas, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, violaciones, desarraigos forzosos que muchas veces implicaban sobrevivir durante largos períodos en condiciones de precariedad extrema, además de las masacres, constituyen una acumulación de tragedias sólo comparable a la de los primeros tiempos de la conquista. Las crueldades de la Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias, de Bartolomé de Las Casas, emergieron para hacerse de nuevo grito y espanto en los descendientes de los pueblos nativos conquistados.
Con una diferencia: esta vez los ejecutores no fueron extranjeros sino el propio pueblo maya violentado. Los jóvenes indígenas, sólo ellos, eran discriminadamente agarrados –secuestrados- en los días de plaza por los soldados y llevados, prácticamente como prisioneros, al cuartel donde, en un clima de terror y de castigos mortales, aprendían a odiar a los suyos –por ser indios ignorantes y subversivos- y a cometer contra ellos los vejámenes y masacres que los mandos militares, ladinos, les ordenaran. En el cuartel les gritaban: Si tu madre, si tu padre son subversivos, ¿qué tendrás que hacer? Y a fuerza de castigos y bajo pena de muerte, aprendían a responder un unánime grito: - ¡Matarla, mi sargento!
Por otra parte, Ríos Montt estableció por decreto la creación de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC): todos los hombres sin excepción, entre 15 y 60 años tenían que organizarse a las órdenes del ejército para delatar a sus vecinos, vigilar sus comunidades, ejecutar masacres y realizar cuantas violencias ordenara el oficial del ejército. Negarse a patrullar o a obedecer se interpretaba como colaborar con la guerrilla y acarreaba crueles castigos. La segunda o tercera vez, implicaba tortura y muerte.
Los PAC, que llegaron a sumar 900.000 hombres, indígenas en su gran mayoría, y los soldados, indígenas agarrados en los pueblos, fueron forzados a ejecutar en el campo las estrategias de exterminio dictadas por el ejército que defendía los intereses del Estado racista; un Estado a la medida de la rancia oligarquía heredera de la Colonia y de la nueva casta militar empoderada tras décadas de gobiernos militares.
La peculiaridad del genocidio guatemalteco
Importa señalar que el Estado guatemalteco no se propuso exterminar a toda la población indígena, no organizó, como hubiera podido, un sistema nacional de exterminio de poblaciones indígenas y campesinas. A la oligarquía no le interesaba –lo mismo que en otros momentos de pasado -, quedarse sin la mano de obra que sustentaba su sistema productivo. La oligarquía dueña del país, primero, y del Estado, después, tenía siglos de convivir con los indios sometidos. Ellos eran la solución, no el problema. El problema del indio apareció en los años setenta del siglo pasado, cuando la oligarquía descubrió que nuestros indios se estaban convirtiendo en subversivos. La oligarquía no podía tolerar que el recurso básico del violento sistema productivo vigente desde la colonia escapara de su control.
El modus operandi que el Estado oligárquico aplicó en su guerra contrainsurgente –enmarcada, por supuesto, en la geoestrategia de los EEUU- se dirigía a eliminar de las comunidades indígenas una nueva identidad que venía emergiendo desde los años setenta del siglo pasado. A esta identidad se refiere el Plan de Campaña Victoria 82 cuando afirma que su objetivo es la mente de la población. El Estado atacó militarmente al sujeto de esa nueva identidad, el cual era ante todo un sujeto social más que un sujeto militar. Testimonios de soldados y de víctimas hablan de que, sólo por ser población, constituían objetivo militar.
Al sentirse amenazada, la élite guatemalteca generó una tempestad de odio sin parangón en la historia guatemalteca. Odio que se expresó en las tres dimensiones de la dominación: la clase, la etnia y el sexo, y que fue canalizado a través de todos los aparatos del Estado, especialmente a través de la institución creada para aplicar legítimamente la violencia, el Ejército. Los tres odios, de clase, de etnia y de sexo, se acumularon especialmente sobre los cuerpos de los hombres y las mujeres mayas, ahora rebeldes; cuerpos sobre los que la élite guatemalteca se sentía con derechos de propiedad desde los tiempos de la conquista.
Y esta es la trágica originalidad del genocidio guatemalteco: que la población indígena, desde siempre sometida, fue forzadamente militarizada por el Estado y lanzada al exterminio del sujeto social indígena rebelde que amenazaba el sistema tradicional de explotación.
Fernando Suazo
A continuación podéis descargaros un proyecto que desde nuestra Delegación de Bilbao (de AV Euskadi) se está intentado obtener fondos para apoyar a la causa anterior.
Más artículos denunciando esta situación tan dramática: